TRAVESÍAS RUSAS (VIII) | Jorge Ley
Francia ha tenido una mística única tan especial en esta Copa del Mundo que, recurriendo al cliché, si la final se hubiera extendido otros dos días igual que ha sucedido en el tenis (Los croatas, eso sí, se nos hubieran deshecho a pedazos como los legos), la copa seguiría cayendo de su lado por efecto magnético. Y por tener a Kylian Mbappé, claro. Porque poco importaba si Didier Deschamps había construido una máquina densa y pesada que no entiende el fútbol como un espectáculo con el que hay que encandilar la vista del personal. Poco importó que Giroud, de oficio delantero, no viera una. Fue más que todo un goteo de brillantez cada vez que se lanzaban sobre el arco como posesos; no sé si Griezmann, por cierto, ya haya salido del trance en el que entró desde que pisó territorio ruso, como si le hubieran encendido el Wifi, y notables cuando la pelota viajaba a mil por hora como si quemara al toque. Pocos incentivos mejores entonces para que el balón en llamas acabara dentro de la portería.