Jorge Ley
Por alguna razón que aún no he atinado a encontrar, incluso hoy con el cadáver caliente encima de la mesa, a Fidel Castro siempre me lo imaginé al final de su vida paseándose en una mecedora, con su uniforme de Adidas bien puesto, mientras rajaba amargamente del imperialismo yankee como si los vestigios de juventud no pudiesen ser alcanzados de otra forma más allá de la del anciano que se pone a gritar a los niños que juegan en la calle: «No me vayan a romper la ventana». Los niños, en este caso, vienen a ser mini espías estadounidenses y la ventana, su amada Cuba. Sigue leyendo